Estaba dudando en hacerlo pero al final me ha parecido que no está de más compartir el vídeo del discurso que tuve la oportunidad de realizar en la graduación de segundo de bachillerato del IES La Rábida el pasado día 30 de mayo. Agradezco enormemente a la directiva que pensara en mi para la honorable tarea de representar al profesorado y a mi compañero Paco Romero por grabarlo, editarlo y facilitarme una copia.
Escribí el discurso apenas unas horas antes (tal y como acostumbro). Lo redacté, por tanto, con todos los intensos y agotadores momentos del fin de curso presentes (ya sabéis, evaluaciones y demás) pero, también, con el orgullo satisfecho del que es tutor de un grupo estupendo: el 2º de bachillerato D.
El texto es el siguiente:
Madres, padres, acompañantes, queridas compañeras y compañeros, queridas alumnas y alumnos:
Decía el poeta T.S.Eliot que abril es el mes más cruel. Era su forma de indicarnos que la primavera es una ilusión y de alertarnos de la desilusión que sobreviene cuando descubrimos que el invierno siempre vuelve. Algo así sucede con el oficio de profesor. Yo que he sido siempre un profesor ambulante, que voy dando vueltas por ahí con mi mochila, de instituto en instituto, lo sé muy bien. Cada año los alumnos pasan por mi lado y se esfuman, rápidamente, como los veranos, como el viento, como todas las cosas hermosas del mundo. A veces vuelven, convertidos en enfermeras, trabajadoras sociales, periodistas, ingenieros o electricistas o uno se los topa, paseando por la calle o sirviendo cafés en la terraza de un bar. Siempre sonríen, saludan, a veces efusivamente, a veces tímidamente, y luego los escuchas decir "Ese de ahí fue mi profesor de historia en el instituto". Entonces, comprendes que ellos jamás nos olvidan, que dejamos una huella imperecedera en su memoria, que mientras que para los profesores los alumnos son una colección de rostros pasajeros que se renuevan cada año, para los alumnos los profesores somos una de las balizas que marcan lo que fue su adolescencia y primera juventud.
Entonces comprendes, además, que debes ser cuidadoso con lo que dices, de eso depende el recuerdo que tengan de ti. A partir de esa constatación, uno se pregunta: "¿Qué les digo?"
En una película, que aquellos que tenéis mi edad, recordareis con agrado y que a mi me marcó durante mi adolescencia, un profesor de literatura en un elitista instituto norteamericano llevaba a sus alumnos al hall del centro a que escucharan las voces que, según él, salían de las viejas fotografías de los antiguos alumnos y que susurraban "Carpe Diem". Aquel profesor, el profesor Keating, intentaba advertir a sus alumnos de la importancia de disfrutar del momento, de saborear la vida, de sacarle el máximo jugo. Es un buen consejo, sin duda, pero está claro que los alumnos, por lo menos los míos, son lo suficientemente inteligentes para saberlo ya. No hace falta que yo se lo diga. Seguro que tienen claro que deben de disfrutar de la vida ahora que son jóvenes.
Podría, en cambio, optar por decirles que necesitan para ser personas de provecho en la vida que tienen por delante. Podría intentar aconsejarles sobre como deben perder el miedo al futuro. Que tengan claro que no hay nada más importante que la vida. La vida se justifica a si misma, no necesita coartadas, no es un éxito, ni un fracaso, ni es malgastada ni aprovechada. Ninguno de ellos será reducible a las categorías de éxito y fracaso; únicamente seguirán viviendo y eso es suficiente. Sólo necesitan respirar y un lugar dónde moverse: esto incluye al espacio en el que se desarrolla esta y a su preservación, también a la garantía de que se cumplan las condiciones materiales y sociales que permitan el mantenimiento y el disfrute de la vida por todas las personas. Cuando hablo del espacio, no me refiero sólo a la naturaleza, esencial, claro. Me refiero también a que hay que cuidar el lugar dónde vivimos, mejor, donde convivimos; deben cuidar su ciudad, sus calles, el portal en el que está su piso, su comunidad, el instituto.... En eso consiste ser ciudadanos y ciudadanas, en proteger lo que es de todos y de todas.
A esto hay que sumarle lo que juzgo como la cosa más importante del mundo: la libertad que es posible sólo cuando hay opciones para elegir.
Les diría: "Luchad siempre para que no os las cierren, seáis mujeres, hombres, sea cual sea vuestra raza, credo, clase social u orientación sexual."
Se habrán dado cuenta de que no juzgo relevantes ni el dinero, ni el prestigio social; son cosas sobrevenidas, las necesitamos, como necesitamos a una fregona, pero no merecen que nuestra existencia giren en torno a ellas.
No sois números, sois personas, no sois las cifras que aparecen a la derecha o debajo de vuestro nombre en el boletín de notas, sois personas que amáis, que escribís poesía, que jugáis con vuestros hermanos pequeños o que charláis hasta la madrugada con vuestro mejor amigo de todas las cosas que os interesan. Así merecéis ser tratados.
Decía que el trabajo de profesor es ambulante. A uno le gustaría atrapar a los alumnos que le gustan y continuar con ellos pero es imposible, así que sólo que da decir adiós y dar las gracias:
Gracias por no quejarse jamás por los exámenes no corregidos durante semanas, por escucharme, por aguantarme, por sonreírme en los pasillos, por la paciencia y por la indulgencia, por reírse conmigo y no de mi cuando meto la pata, sea en clase o en un vagón del metro de Madrid; gracias por concederme el privilegio de conocer la vida de vuestros abuelos y la historia de vuestras familias, desde la del bisabuelo de Lola que salvó la vida de un huido durante los días más duros de la guerra civil hasta la de la abuela de Gabriel, la primera mujer alcaldesa que tuvo mi pueblo; gracias por las historias, como la de aquellos niños ingleses que inventaron mis alumnas del año pasado; gracias, en definitiva, por estar a mi lado en el momento más difícil de mi vida. Y vuelvo a lo que decía al principio: las cosas más bellas del mundo se acaban desvaneciendo. Nos gustaría retenerlas pero es imposible.
Por todo ello, muchas gracias, mucha suerte y que la fuerza os acompañe.
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